lunes, mayo 02, 2005

EL FACTOR MACRAMÉ. O, YA PUESTOS, EL FACTOR FM

Delante de mi casa hay un cartel en el que se me comunica que el Estado, por medio de mi Ayuntamiento, me ofrece un curso de macramé a un precio, en verdad, competitivo. Ese cartel es a) la pera, tirando a b) la madre del cordero, e ilustra que c) la Cultura de la Transi es un fenómeno, sí, Europeo. Si bien, todo lo contrario. No se vayan, me explico.

-DEBAJO DE LOS ADOQUINES ESTÁ EL MACRAMÉ. El 68 supuso una ruptura cultural europea. De pronto, una generación de europeos, decidió que la Cultura no era algo exclusivamente universitario. Es más, a la que le quitabas una ideología y le ponías otra –la subvertías, vamos-, existía, incluso, a tomar por XXXX de la uni. La cultura subvertida, de hecho, existía en la Fábrica Renault y en tu abuela. Y debía de volver a esos sujetos. Horizontalizar la cultura era el caso de la cosa. Horizontalizar algo consiste en hacerlo más ancho que alto. Y en hacerlo más frecuentado. Lo que no es malo en principio. En principio, señorita, yo estoy a favor de las posturas horizontales. Y quizás, ese fue el único logro efectivo del 68. El cambio absoluto en una cultura que dejó de ser elitista, pasó a relacionarse con lo popular –lo popular en cultura es lo pop, que es más corto, más popular-, y que por primera vez en la historia se convirtió en un derecho. Como la educación. Si bien, y como todos ustedes saben, la cultura no tiene nada que ver, en ocasiones con la educación. EN ocasiones, incluso es todo lo contrario. Estoy por decir, en ese sentido, que si usted ha llegado a esta su página amiga, no ha sido por su educación. Si no por su cultura. Sea lo que diablos sean ambos conceptos.

-EL MINISTERIO DE ELCHE. Los derechos en los USA se vertebran a partir de la Asociación Nacional del Rifle. EN Europa hemos optado por hacerlo a través del Estado. Con posterioridad al 68, los Estados Europeos canalizan la única victoria del 68 a partir de un bicho denominado Ministerio de Cultura. Los primeros –corríjanme-, son en Francia y en Alemania. Dos inventos socialdemócratas. En España, la cosa llega con Suárez. Que no era socialdemócrata, sino socialsimpático, el paso previo o posterior –que no lo sé-. Bueno. Los Ministerios de Cultura –MC a partir de ahora-, modulan las culturas desde el post-68, cuando la cultura queda desactivada, es decir, cuando deja de ser algo que te aleja de un ministerio. De hecho, no me atrevo a señalar que los Ministerios desactiven la cultura como mal rollo intelectual. Pero sellan que la cultura es algo asumible por el Estado. Como la educación. Y que, como la educación, es un max-mix, un máximo común divisor, a pactar con la sociedad para emitir a la sociedad algo que no le escandalice. La sociedad se escandalizaría si se enseñara que Darwin era un piernas. Pero también si se le ofreciera como cultura algo que no entiende. O que le confunde. O que no entra dentro de su idea horizontal de cultura. La cultura es así algo para todo el mundo. Es decir, que debe ser interpretado como cultura por todo el mundo. Gracias a los MC, por ejemplo, Picasso pasó de ser un estafador a ser cultura para el gran público. La prueba es que los MC, periódicamente, se gastan una pasta para que veas una expo de Picasso. Paralelamente, los MC también se gastan una pasta en que las ancianas aprendan macramé, un bien cultural de la cultura pop. Con lo que Picasso y el macramé quedan equiparados, en lo que era un viejo sueño del 68. Por mucho que, snif, no te lo puedas creer. Dar un Planeta a una novela macramé es –snif, snif- uno de los pocos logros de la izquierda en la segunda mitad del siglo XX.

-EUROPA Y EL MACRAMÉ. Europa tiene su singular acceso a Picasso y al macramé. Todos los europeos podemos acceder a Picasso y al macramé gracias a) un modelo de cultura no conflictivo que equipara el Guernika con un macetero colgante, y a c) unos MC, que pagan el acceso y fijan en qué punto finaliza el concepto cultura. Generalmente finaliza cuando se acerca al concepto mal-rollito. Para unos Estados el concepto mal-rollito es una foto con una polla. Para otros un velo musulmán. Para otros, algunas regiones de su pasado. En general, el mal-rollito consiste, en todos los Estados, en tocarle la cara al Estado o a sus usuarios. Para acceder a un MC europeo sólo ha hecho falta a) una trayectoria intelectual de 200 años, b) la radicalización de la izquierda, una c) efervescencia ideológica a gogó, d) la voluntad de cambiar el mundo, e) la voluntad de fabricar un nuevo concepto de cultura no alienante y, muy importante, f) el fracaso de todo ello. EL país favorito de la Divina Providencia, que también tiene un MC que modula / ilustra una cultura y un uso de la cultura muy europeo, muy light, muy horizontal, muy chachi, muy poco peligroso, ha accedido a su MC mediante otro itinerario. Pongamos, este: a) eliminación, en ocasiones física, de la cultura, b) dictadura y censura, c) muerte de Franco, d) Transición, e) necesidad de una cultura que, por la gloria de tu madre, cohesione. Vamos, que la dinámica cultura europea vino a aquí abajo de fuera –era la ambiental en aquel / este momento-, pero la necesidad del modelo, la depuración del modelo fue absolutamente necesaria, para que el modelo político no se fuera al garete. La cultura europea y la española se parecen. Son dos fiambres. En Europa murió de forma natural. En España se le ayudó a ello, naturalmente. El cartel de lo del macramé que me veo cada mañana es más europeo que la minifalda. Pero más español que la bata de cola, que es todo lo contrario, si uno se fija, a una minifalda.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Para documentar y respaldar las tesis del amigo Guillem, el Padrino exhuma el siguiente articulejo, donde por cierto se da la pista de la mejor crónica que se ha hecho a pie de calle sobre lo que Guillem llama la Cultura de la Transi. Me refiero al artículo de Sánchez Ferlosio titulado "La cultura, ese invento del gobierno", publicado en El País con fecha de ¡22 de noviembre de 1984!


TROYA FESTEJADA

A la altura de 1956, en su ensayo sobre La inspiración y el estilo, especulaba Juan Benet sobre los motivos que impidieron que prosperara en la literatura española lo que él llamaba grand style, y concluía que ello se debió en gran medida a la distancia crítica adoptada por el intelectual español respecto al Estado.
Escribe Benet: «Yo no soy capaz de descubrir en el artista español —en el escritor, en particular— del siglo XVI en adelante una absoluta compenetración con su país. Me he referido antes a una bastante generalizada incompatibilidad de ese hombre para con un Estado cuyas empresas nunca llegó a ver del todo claras, pero que el español, celoso de su seguridad y despectivo como nadie a una formulación doctrinaria de aquella postura de disentimiento, jamás se preocupó de manifestar sino haciendo uso de aquellas metáforas y retruécanos que tan diestramente aprendió a utilizar... En sus manos, el gran estilo (y la tradición clásica) no cumplió otra función que la de desviar el resentimiento hacia el Estado y transformarlo, por la vía del menosprecio, en una actitud estética...».
Esta actitud habría comenzado a forjarse, según Benet, en los umbrales de la España imperial. Se puso entonces en marcha, alentado por los intereses de la corona, «un monstruoso y artificial aparato propagandístico» que aparejaría «una de esas enfermedades colectivas inoculadas en el cuerpo de la nación y de un pueblo que jamás había manifestado el menor afán por el cosmopolitismo, el mesianismo o la voluntad de conquista». El mal sería tanto mayor cuanto que ese pueblo «no tenía fe en las grandes aventuras políticas y espirituales que le impusieron sus gobernantes» y, en consecuencia, «tuvo que sufrir una de esas sacudidas medulares con que, si quieres como si no quieres, el Estado decide despertar la conciencia del país y apoderarse de ella para sus propios fines y que —lo hemos venido a comprobar palmariamente en el siglo XX— el pueblo tiene que aceptar sin rechistar, inconsciente de la operación que se va a operar en su propia conciencia».
Incluso a quienes sorprenda o incluso irrite una lectura tan atrevida como la que hace Benet de un tan complejo proceso histórico, habrán de transigir, al menos parcialmente, con la conclusión que él saca sobre lo que vino a ocurrir en el plano de la actividad artística e intelectual. Y fue que «el sentido crítico del país, su aversión al arte pompier y su ansia de supervivencia y preservación de las virtudes nacionales vinieron a aunarse en secreto contra un disfraz que no le convenía y contra el que era preciso, por un procedimiento metafórico, irónico y simulado, montar un unánime proceso de burla y desenmascaramiento. Como objeto de burla podía servir cualquier cosa —salvo el propio Estado defendido por la censura— que a través de una conducta impersonal, autoritaria, ridícula, inoportuna e impertinente se emparentara con la representación física de la máquina estatal».
A partir de ese momento, y sin menoscabo de la amplia gama de matices en las formas con que, durante el transcurso del tiempo, se asume dicha actitud, el artista y el intelectual español definen su opción estética en relación antagónica respecto del Estado. Y así ocurre desde Cervantes hasta Juan Goytisolo, salvadas todas las distancias —la más corta, la cronológica— que median entre uno y otro, y salvado el hecho de que, durante este dilatado periodo, la posición de los antagonistas se invirtiera, de modo que, a partir del siglo XVIII, la causa de los intelectuales, lejos de ofrecer resistencia a la vocación aventurera de las clases gobernantes, fuese la de intentar forzar la apertura de un Estado encastillado en un ideal autárquico, mezquino y castizo.
En los últimos años, sin embargo —y de ahí el interés de recalar en estas ideas de Benet—, la cultura española ha conocido un portentoso cambio de signo a este respecto. Y ello a tal punto que, si se admite (como quedaba sugerido en la anterior entrega de estas notas) que, en el marco de esa misma cultura española, la época de la transición democrática constituye un periodo suficientemente caracterizado, habrá que convenir que el rasgo definitivo de su hipotética fisionomía lo constituyen las nuevas actitudes del escritor con respecto a la empresa del Estado. Algo cuya trascendencia, ya de por si grande, será tanto mayor en cuanto se acepte que con ello se rompe al fin una tendencia que, como sugiere Benet, se prolonga durante cuatro siglos. Y en cuanto se considere además —pero de ello cabrá ocuparse más adelante— que se trata, bien de un fenómeno coyuntural, bien de una redefinición más en profundidad de las relaciones que mantienen entre sí uno y otro.
Como sea, y por ceñirse a las palabras de Benet, lo que puede asegurarse es que se ha diluido, por parte del escritor, la «generalizada incompatibilidad» para con «un Estado cuyas empresas nunca llegó a ver del todo claras». Y, junto a ello, esa «postura de disentimiento» que lo invitaba a vivir en un permanente estado de «sorna clandestina». En su lugar, a raíz primero del advenimiento de la democracia y luego de la llegada al poder del Partido Socialista, ha habido oportunidad de ver cómo los ideales de cambio, de liberalización, de cosmopolitismo asumidos por el Estado en el plano de la acción política han sido también asumidos por buena parte de los escritores activos en el plano de la creación intelectual y estética.
En un segundo orden queda la cuestión de elucidar si, a la par de esta coincidencia de objetivos y de intereses, ha tenido lugar, ya sea por parte del aparato del Estado, ya por la de un bien nutrido censo de oficiantes de la cultura, la iniciativa de un festivo conchabamiento encaminado, si por parte del primero, al alistamiento de los intelectuales como garantía de credibilidad y airosa rúbrica al proyecto de renovación y desmemoriada convivencia emprendido con el consenso de la mayor parte de la población, y si por parte de los segundos, como celebración —mejor que simple manifestación— de un compromiso que por vez primera los alineaba con el bando ganador (ya que no vencedor).
Los indicios de cuanto aquí se dice son especialmente patentes por efecto de un agudo contraste entre las nuevas actitudes estéticas alentadas por la inédita conmilitancia del escritor y el Estado, y aquellas otras que, ya antes de tener ésta lugar, habían ocasionado una amplia reacción contraria, acaso porque habían conducido a un extremo de saturación determinados recursos de que se servía la oposición a aquél. Ciertamente, la inmediata sintonía que se alcanza, en la España del postfranquismo, entre los fervores políticos y los culturales sólo se explica establecido el hecho de que, ya varios años antes de la muerte del dictador, se había iniciado una nueva época en la conciencia política, moral y estética del país.
En una conferencia dictada el año de gracia de 1975 y dedicada a «la producción literaria en la España actual», Juan Benet describía la época transcurrida —y superada— como «una época troyana». A su juicio, desde la guerra civil, pero también desde mucho más atrás, «casi todas las novelas españolas fueron caballos de Troya», es decir, «mixtificaciones» debidas a la promiscuidad de los ideales estéticos, políticos y sociales. De esos caballos de Troya fueron saliendo, una y otra vez, «ejércitos de ideas» destinados a minar los fundamentos de un Estado que se perpetuaba insospechablemente.
Pero Troya no ardió. En todo caso, lo que ardió fue la gran hoguera en que se consumieron tantos caballos de madera. A su luz se celebró la ocupación de la ciudad, que no su conquista. Sus nuevos moradores entraron por la misma puerta por la que salía la comitiva fúnebre de su antiguo amo. Llegado el momento, ya nadie quiso entretenerse en «matar a un difunto, y menos con la pluma». Y relegada esa «misión funeral», por fin el escritor español podía dedicarse, «con pleno convencimiento, a la perfección del arte literario», y convencerse «de que merece la pena intentar cultivarlo por sí mismo» (Benet).
¿Ocurrió así? En un nuevo balance de la novela española realizado en 1980, el mismo Benet observaba cómo, desaparecido de hecho «el fantasma que había atormentado de tal manera a la cultura española», se produjo «un momento de alegría, de súbito renacimento, de despreocupación por el pasado y nuevas aspiraciones, de un regocijado desprecio hacia el catafalco del régimen». En aquellos años, concluye Benet, «la cultura española tuvo algo de kermesse». Pero el mismo juicio cabría extenderlo a prácticamente toda la década de los ochenta, en que la temprana llegada de los socialistas al poder dio pie a la consagración oficial de la cultura como fiesta. Baste recordar en este punto —una vez más— las consideraciones sobre el intocable prestigio de lo festivo y de lo popular que Sánchez Ferlosio observaba en su artículo «La cultura, ese invento del gobierno» (título que constituye todo un lema de lo que se viene diciendo).
Acabada esa fiesta, en plena resaca de aquellos años, toca preguntarse si, como ya antes se ha apuntado, el idilio mantenido entre los escritores y el Estado puede darse por terminado, o si simplemente se penetra ahora en una suerte de rutina más o menos conyugal, en una situación, por así decirlo, «normalizada». Desde el punto de vista de las letras la cuestión se traslada a una pregunta de fondo: ¿se han operado en el plano de las actitudes estéticas transformaciones tan definitivas como las que, al parecer, han tenido lugar en el plano social y político? Sin pecar de optimismo, ¿puede estimarse que hay síntomas certeros de superación de esa «enfermedad colectiva» que, desde cuatro siglos hace, afecta a la cultura del país? Y si así ha sido, ¿cuál es el alcance de esas transformaciones, y qué valor tienen, en relación a las mismas, los rebrotes de un casticismo que, desde la óptica de Benet, constituía el estandarte de una actitud estética informada por el resentimiento hacia el Estado?

"Lateral", diciembre de 1994

Anónimo dijo...

Soportar el peso de un artículo del padre que parió El Jarama casi me hace replantearme lanzar esta emisión hoy, “déjalo para mañana, chico, si total...”, pero como, pensándolo bien, si para algo sirve Internet es para democratizar la información, y por tanto para banalizarla, pues nada, ahí va esa que invita la casa.

Llevo tiempo siguiéndole, señor Martínez, y debo confesar que pese a chocar con usted en algunos conceptos básicos (no se preocupe, nada más allá de lo que impone la perspectiva provinciana de la realidad, como cuando el tío Facundo va a las patatas y se queda mirando los “viones” que le pasan por encima de la cabeza, de la huerta y del sombrero de paja) sus salteaditos artículos me suponen pasear por una intermitente sombra en este camino tan agostero, como el tío Facundo.

No obstante, pese a lo agradable del momento me es inevitable sentir algún que otro escalofrío que paso a enumerar.

En primer lugar, entiendo que su posición contraria a la ilegalización de Batasuna se basa, como buena parte de su discurso, en un movimiento de reacción ante lo que usted uniformiza como españolismo castizo. No soy favorable a dejar sin representación política a casi doscientas mil personas, pero menos a que un partido político con representación parlamentaria financie, como financia éste, a un grupo armado. Hágame un favor, piense que es el PP quien financia a un grupo armado que asesina vascos y catalanes por ser enemigos a la causa nacional de construcción de la nación. ¿Irían sus artículos en la misma dirección?

En segundo lugar, sus esfuerzos por desligar a Esquerra Republicana de Catalunya del concepto “nacionalismo” me recuerdan a la mujer de un amigo, que dice siempre que su hijo no es un gamberro sino sólo un poquitín revoltoso, y que lo de llegar tarde a casa es porque se le retrasa siempre el reloj, al pobre. ERC quiere la independencia de Cataluña, opción política como cualquier otra, y se basa para ello en una historia diferenciada del resto de España (como, por otra parte, sucede con casi cada región española) que cuaja en el concepto nación, nacionalidad, comunidad nacional o como usted le quiera llamar, pero que no puede desligarse de la palabrita de marras. Que en Europa la “nación” nos arañe la telita de los tímpanos no justifica una huida hacia delante como hace usted.

Pero bueno, basta de reproches. Gente como usted es necesaria en la construcción del imaginario individual (y ojalá llegara a colectivo) de nuestra sociedad. Y no se enfade con eso de que le copian el estilo. Es el precio de haber encontrado una manera original y tremendamente efectiva de comunicarse, manera cuyas virtudes deberán analizar los teóricos de la recepción. Además, nosotros somos testigos de su vanguardia, no se preocupe.

Ah, no olviden comprar mañana el libro de Larra, en El País.

Arriba Ferlosio, abajo Larra y en medio yo. Bendito Internet.

Provin.

Guillem Martínez dijo...

-Padrino: aprovechando que es un colgado, ¿por qué no cuelga el Ferlosio del 22 de noviembre del siglo pasado, si lo tiene a mano y a gala, y la acaba de líar?

-Anonymous: Gracias por su opinión. SI bien no la comparto en los momentos en los que explica mi opinión, de lo que se deduce que, en ocasiones, debo de ser muy cazurro explicándome. Sinopsis a lo bruto: HB: no nos podemos comer a los caníbales. ERC = nacionalista y usuaria del catalansimo, algo que no siempre es nacionalismo. Ya tendremos ocasión de volver a hablar del tema, más mejor -le recuerdo que nuestra COnsti sólo nos permite, de hecho, darnos del frasco en temas nacionalistas; como va ocurriendo-